viernes, 5 de junio de 2020

5º Capítulo. HISTORIA DEL CERRATO CASTELLANO. EDAD CONTEMPORÁNEA. S. XIX.. Autor: Martín Rodriguez.

5. HISTORIA DEL CERRATO CASTELLANO. EDAD CONTEMPORÁNEA. S. XIX.

Decíamos ayer que nos faltaba por atravesar la edad contemporánea para terminar de dibujar el retrato del Cerrato. Acometámoslo ahora.
Este periodo histórico abarca dos siglos completos y los 20 años que deambulamos por el XXI. Desde la Revolución Francesa de 1789 hasta nuestros días. El siglo XIX, a su vez, comienza con la guerra de la independencia y termina con el desastre del 98.  Seis reyes ostentan el mando a lo largo de siglo. El primero se llamó José I Bonaparte, hermano mayor de Napoleón Bonaparte. Impuesto por este último al pueblo español. Nunca aceptado, apodado Pepe Botella por su afición a los licores y también conocido en Madrid por el Rey Plazuelas por las muchas que mandó abrir en la capital a costa de derribar iglesias y conventos, siendo la principal la plaza de Oriente actual, delante del Palacio Real.  Reinó desde 1808 hasta 1813. Su programa no fue aceptado por el pueblo, ni aún siquiera por todos los afrancesados.
En la iglesia de San Benito de Valladolid se conserva su escudo construido en piedra. Este edificio fue ocupado por la soldadesca napoleónica. Cuando salió de España lo hizo sin su valioso equipaje preparado de antemano y consistente en joyas de la corona española y obras de arte.

Desde 1813 a 1833 le sucede Fernando VII, hijo de Carlos IV. La vergonzosa carta que Manuel P. Villatoro atribuye a este rey, pidiendo a Napoleón que le hiciera hijo adoptivo suyo es una suficiente muestra de la abyección a la que llegó este monarca. Dice así:

“Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el emperador nuestro soberano. Yo me creo merecedor de esta adopción que verdaderamente haría la felicidad de mi vida, tanto por mi amor y afecto a la sagrada persona de S. M., como por mi sumisión y entera obediencia a sus intenciones y deseos”.
Tan pronto como entró en Madrid abolió la Constitución de Cádiz de 1812.  Suprimió las Cortes, ejecutó a líderes liberales, eliminó las diputaciones y ayuntamientos, restableció la inquisición, devolvió los bienes a la Iglesia, abolió la Lay Sálica para impedir que Carlos María Isidro, su hermano, pudiera reinar. Esta última decisión daría origen, entre otras causas, a la primera Guerra Carlista.  Los liberales respondieron con el pronunciamiento de Riego que inauguró el trienio liberal 1820-23.  Otra vez, Francia vino en auxilio de la decadente España con los 100.000 hijos de San Luis. De tal modo que se restauró el absolutismo real, inflamado de autoritarismo en los últimos diez años de su reinado, calificados como la Década Ominosa.

El tercio central del siglo XIX (1833 a 1870) estuvo ocupado por el nacimiento de la hija de Fernando, Isabel II, por la regencia de su madre Mª Cristina de las dos Sicilias y por la de Espartero. Durante este periodo la caterva de partidos y sub-partidos fue grande y triste. El conjunto de ellos durante todo el siglo XIX originó un fragmentarismo  político difícil de manejar. Conservadores, absolutistas, liberales moderados y radicales, adictos al partido Unión Liberal, progresistas, demócratas, carlistas, republicanos, peneuvistas de sabino Arana. Continuadores algunos de ellos de los partidos napolitano y fernandino del primer tercio de siglo y antecesores otros del Partido Socialista Obrero Español que fundaría Pablo Iglesias en 1879 en el ya último tercio del mismo siglo. Total: una merienda de grillos difícil de armonizar. Cada uno de ellos compitiendo por la conquista del poder. Unos para mantener el antiguo Régimen. Otros para salir de él. Cada no intentando escribir una constitución que regulara sus proyectos: Constitución progresista (1837), moderada (1845), monárquica con ribetes liberales (1869), constitución de Cánovas (1876). ¡Tantas en tan poco tiempo, mala señal o señal de desentendimiento y de poca eficacia! Cada grupo apoyado en un ejército por otra parte descontento y al servicio del mejor postor.
Cuando las leyes y las propuestas tienen que salir aprobadas con la ayuda de la fuerza vencedora, es señal de que encierran en sí mismas pocos argumentos convincentes del contrario. No es esa una auténtica política. Es más bien fruto de un ensimismamiento individual o encajonamiento en el raquitismo empobrecedor de la falta de diálogo. Sin éste priva la razón instrumental o partidista, impositiva y unidireccional, pero no la comunicativa o consensuada. Y sin consenso no hay paz, como sucedía en este desbarajustado y autoritario siglo y con esta monarquía borbónica sin altura de miras, desconocedora de las circunstancias, atrasada y retrógrada, sin puesta al día ante una nueva mentalidad que anunciaba la revolución francesa y que fue incapaz de atisbar.

Para mayor abundancia de este desajuste histórico, la Revolución de 1868 en España y la salida de Isabel II dieron lugar a un gobierno provisional presidido por Serrano, y del que estaban también formando parte los otros generales sublevados. El nuevo gobierno convocó Cortes Constituyentes, que con una amplia mayoría monárquica, proclamaron la Constitución de 1869, que establecía como forma de gobierno una monarquía constitucional.
Una dificultad inherente al cambio de régimen fue encontrar un rey que aceptase el cargo, ya que España en esos tiempos era un país que había sido llevado al empobrecimiento y a un estado convulso, y se buscaba un candidato que encajara en la forma constitucional de monarquía. Buscaron entre los escombros y encontraron al Duque de Aosta, hijo del rey de Italia, el cual duque según los responsables de la búsqueda lo reunía todo para ser rey de España. El 16 de noviembre de 1870 el italiano importado subió al trono español con el nombre de Amadeo de Saboya, llamado el “Rey Caballero” o “el Electo”.
Rechinaron los dientes de los republicanos, de los carlistas, de la misma Iglesia que recordada el cierre de los Estados Pontificios por su padre Víctor Manuel II, incluso hasta del mismo pueblo campesino al que no le gustaba la falta de don de gentes del monarca ni su dificultad para aprender el idioma castellano. Total, a los tres años escasos, Amadeo cogió la maleta, escribió una carta de despedida y se marcho por donde había venido. Éramos una gran nación, exclamó, pero sois incorregibles. No aguanto más. Me voy.
Ya se lo había advertido el republicano Castelar y Ripoll en un discurso ante las primeras Cortes: “Visto el estado de la nación, le dijo, Vuestra Majestad debe irse, como seguramente se hubiera ido Leopoldo de Bélgica, no sea que tenga un fin parecido al de Maximiliano I de México”.
1873. De extremo a extremo. De la monarquía a la República. Proclamada en este mismo año que acabo de mencionar. Presidida sucesivamente y en el cortísimo periodo de un año por Estanislao Figueras, Pi i Margall, Salmerón y Castelar.   ¡República!
¡Qué dos bonitas palabras (res – pública) que forman un solo sonido de voz: REPÚBLICA! Pero para pronunciar con sentido este vocablo hay que poseer una boca limpia. Limpieza que implica haber llegado a conquistar una conciencia solidaria, capacitada para entender que res-pública significa considerar a un todo como si fuera una sola cosa resultante de la unión amable de varios elementos, como si fuera un sistema interdependiente y compacto al mismo tiempo. Una consideración de cuerpo público, que pertenece a todos no a un solo partido ni a un solo grupo ni a una sola cultura. Una nación, un país de todos, cuidado por todos al servicio de todos y servido por todos.
Parece ser que los españoles de entonces no habían llegado a tan alta meta de conciencia. Porque en vez de pensar en la creación de un gigante capaz de abrazar con sus brazos a los 12 millones de habitantes que entonces tenía España, nació el sorprendente y estrambótico fenómeno del cantonalismo como si de innumerables virus microscópicos se tratara, a quienes había que considerar soberanos en sí mismos, independientes y con gobiernos autónomos que podrían incluso cobijarse a las faldas de Estados alejados, distintos a aquel que por razón natural y sentido común históricamente habían estado adheridos de por vida.
Tan ingenioso invento no pudo resistir el furor patriótico del general Martínez Campos que en el 1874, uno año después del engendro cantonalista, se pronunció dando comienzo a la restauración borbónica con el reinado de Alfonso XII, hijo de Isabel II. Un Alfonso que reinaría desde 1874 a 1885 y que murió tuberculoso a la joven edad de 27 años.
Dirigió una campaña para terminar la Guerra Carlista del Norte que obligó al dirigente carlista (Carlos VII) a abandonar España en 1878. Cuba fue pacificada, la conflictividad obrera disminuyó en buena medida, el sabañón cantonalista desapareció y los republicanos callaban después del fracaso de la Primera República. La Restauración pretendió terminar con el enfrentamiento entre moderados y progresistas, denunciado en la Constitución de 1876, promulgada por Cánovas del Castillo y cuyo redactor definitivo fue Manuel Alonso Martínez.
Pero con lo que no terminó fue con el caciquismo, con la avaricia del dinero, con los políticos que vinculados con grupos sociales y económicos dominantes sometían a amplios sectores populares al soborno de una votación que favorecía al statu quo dominante. Se rompía así la libertad defendida en la constitución canovista estrangulando la auténtica voluntad popular.
Después de once años de gobierno de Alfonso XII le sucedió su hijo Alfonso XIII cuyo reinado teórico se encuadraría entre 1886 y 1931. Durante ese periodo hubo tiempo para que Sabino Arana fundara el PNV o Partido Nacionalista Vasco, para que Cuba declarara la guerra de la independencia contra España, que ésta, a su vez, se la declarara a Estados Unidos y para que, llegado el 1898, la generación que lleva el nombre de este año, llorara el desastre del mismo (1898): España pasó a ser una potencia de segundo orden, contaba con una población campesina que sumaba el  75% de la población total y que en buena medida era analfabeta. El Tratado de París certificaba que Cuba era independiente y que Filipinas y Puerto Rico pasaban a formar parte de los EE. UU.
Conclusión: el siglo XIX perdió los papeles. No supo descubrir que la historia de la humanidad evoluciona, que las clases sociales se suceden en el poder, que ya le había tocado el turno a la aristocracia de tiempos pretéritos, que ahora la Edad Contemporánea pedía que se permitiera la entrada en los foros de las grandes decisiones mundiales a la burguesía y que el proletariado permanecía a la puerta para entrar sin pedir permiso tan pronto como se acercara el siglo siguiente, el XX. Pablo Iglesias ya había organizado en 1879 las filas socialistas. El siglo XIX tocaba a su fin y en su examen de conciencia anotaba que no había estado a la altura, que había sucumbido el aplauso a una monarquía insustituible, que los nobles, mayorazgos, señoríos, feudos y linajes del Antiguo Régimen eran historia pasada, que la burguesía si quería abrirse paso debía afilar el arma del diálogo, que el campesinado había sido engañado y  que éste se había dejado engañar por falta de instrucción y de cultura, que el mundo rural había sufrido una abundante despoblación, que en las masas habían sido sembrados valores que adoraban al dios dinero, olvidando la grandeza de la dignidad y de los derechos humanos, que el pueblo llano se había dejado encandilar por el romanticismo patriótico sin saber descubrir lo que había debajo de las palabras regias y lo que se cocía a sus espaldas en los encuentros políticos internacionales. La gente sencilla de las  aldeas había aceptado y aplaudido al “Deseado” sin percibir los manejos que este rey se tejía con el Emperador invasor y adulador. El Cerrato como tantas otras comarcas de Castilla y de otras regiones debía escribir en piedra dura la enseñanza de la historia: sólo vale lo que se da. Sólo es futuro lo que enriquece al tú. Para vencer en el terreno de la emancipación sólo será eficaz la espada de la solidaridad.


MRR.

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