Si ya leíste los capítulos anteriores habréis visto las curiosidades de aquellos tiempos a la hora de las celebraciones religiosas, llama la atención en la 2ª parte donde cuenta el ruido que metían los chiguitos en la iglesia en el acto llamado "las tinieblas" al a pagarse la ultima vela del candelabro de la iglesia.
No te lo pierdas son recuerdos muy curiosos.
Un saludo.
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SEMANA SANTA EN REINOSO
César Augusto Ayuso
III-
En los años sesenta
Lo que ahora
repasaré son mis recuerdos de chiguito, lo que viví en la primera mitad de la
década de los sesenta del pasado siglo. Lo primero que anunciaba la llegada de
la Semana Santa era el domingo de Pasión, que era el anterior a Ramos. Ese
domingo todos los santos de los altares de la iglesia aparecían tapados con un
paño morado. Ello quería decir que a partir de ese día solo había que pensar en
la Pasión y olvidarse de otras devociones.
El domingo de
Ramos tenía un cierto cariz infantil. Ese día quien más quien menos estrenaba
algo nuevo de vestir, y en cuanto nos veíamos lo contábamos. Creíamos
ingenuamente en el dicho: “Domingo de Ramos, al que no estrena nada, se le caen
las manos”. En el fondo, era una forma de empezar lo que hoy el lenguaje
comercial llama la moda de primavera, siempre de acuerdo con las austeras
necesidades de entonces.
Ese día,
además, antes de empezar la misa, se repartían los ramos, que en Reinoso eran de
romero. Luego, se llevaban a casa y alguno de ellos se colgaba en alguna
habitación y, también, en las cuadras de las mulas. Estaban bendecidos. Esos
esquejes se cortaban de unos romeros que había en la linde de unas tierras
alejadas del pueblo, cercanas a la raya con Soto y próximas al río, frente a
Magaz. La víspera, los monaguillos eran los encargados de ir a por el
cargamento que luego repartiría el cura.
Recuerdo el
año en que fuimos Santos, Silvi y yo. Fuimos hasta allí con un burro que no sé
ahora a quién pediríamos. Tengo una ligera idea de que, desde la otra orilla,
los de Magaz nos “acantearon”. Lo que sí recuerdo bien es que, hecho el acopio
de romero, lo cargamos en el burro (supongo que llevaríamos un saco para
meterlo) y nos montamos los tres en él, y mientras íbamos por el camino, antes
de desembocar en la carretera de Soto, el animal dio un traspiés y nosotros
salimos despedidos por encima de su cabeza, dando con nuestros rostros en el
suelo o, si se quiere, besando el polvo del camino. Pasado el susto, la
anécdota nos sirvió para reírnos durante algún tiempo.
En los días
antes del Jueves Santo las madres solían hacer los dulces de Pascua: rosquillas
de baño y de palo, magdalenas (“madalenas”, decíamos) y algún otro tipo de
pastas, siempre según receta de los antepasados. Las hacían en algún horno del
pueblo, que no eran muchos, y el aire se impregnaba del dulce aroma de lo que
se estaba cociendo. Luego las guardaban hasta el mismo día de Pascua.
El Jueves
Santo por la mañana, o algún día antes, se ponía el monumento en el altar
mayor, es decir, los cartones de doble fondo que imitaban un palacio romano y
se ilustraban con escenas coloreadas de la Pasión. Los oficios de la tarde se
hacían en el altar de Ánimas (el del Cristo), para lo cual había que dar una
nueva disposición a los bancos de las mujeres, vueltos hacia él. Algún año, el
ayuntamiento contrataba a un sacerdote para que los oficiase, dado que el cura
ya tenía bastante con Villaviudas. Recuerdo especialmente un año –sería el 63 o
64– en que Conce (qepd) y Adelina, ellas dos solas, en el coro, cantaron la
misa De Angelis. La entonación de las
sencillas pero bellas melodías gregorianas, y en latín, causó asombro. El
pueblo, desde abajo, las escuchaba admirado y recogido.
Acabada la misa,
se llevaba el Santísimo al Sagrario del altar mayor, al fondo de los arcos
abiertos del monumento, y las mujeres lo llenaban de velas para que ardiesen
ante el Sacramento. Al día siguiente, retiraban sus restos y los guardaban para
encender esos cabos los días de tormenta, pues se creía que “la vela del
monumento” tenía poderes contra los rayos y truenos y preservaba la casa y a
quienes andaban en el campo. Durante toda la tarde y la mañana siguiente, hasta
el oficio del Viernes Santo, parejas de mujeres velaban por turnos al Santísimo
y se le hacían distintas visitas. No se le debía dejar solo.
El Viernes
Santo era un día revestido de tristeza: se conmemoraba la muerte del Hijo de
Dios. Era, por eso, día de ayuno y abstinencia, aunque esto no alcanzaba a
niños y ancianos. Ese día, en señal de duelo, no podían tocarse las campanas.
Por eso, por la tarde, antes de empezar el oficio litúrgico, los monaguillos
salían con las dos carracas por las calles del pueblo para anunciarlo. Y todos
los chiguitos con ellos, esperando que les dejasen tocarlas un poco. Los
oficios de ese día eran un tanto extraños, pues no seguían el guión de la misa
pero había que ir.
El Sábado
Santo era un día de transición, en que las chicas dejaban preparada a la virgen
del Rosario para el día siguiente. Le ponían un velo negro y la convertían en
Dolorosa. Sólo algún año recuerdo que hubo Vigilia Pascual. Al sonar el
“gloria”, se tocaban las campanas y el monaguillo de turno agitaba las
campanillas para que sonasen cuanto pudiesen. Al mismo tiempo, los otros iban
por los altares retirando el velo morado que cubría a los santos. Al terminar
la liturgia, las chicas se acercaban con una jarra para recoger del bautisterio
el agua que se había bendecido esa noche y que serviría para los bautismos del
año. Con esa agua se rociaba la casa y las cuadras del ganado, pues se creía
que tenía virtudes contra hechizos y otras desgracias.
El Domingo de
Resurrección era un día grande. Antes de la misa se celebraba la procesión del
Encuentro. Las mujeres y chiguitas salían con la Dolorosa y tiraban por la
izquierda para bajar por la carretera. Los hombres y chiguitos lo hacían detrás
del cura, recubierto con capa y portando el Santísimo, y, en sentido contrario,
bajando por las escaleras, salían también a la carretera y ascendían por ella
hasta encontrarse con la imagen de la Virgen. Ambos grupos se paraban frente a
frente y, a modo de representación, se le daba noticia a la madre de la
resurrección del hijo y se producía el encuentro. A la Dolorosa se le quitaba
entonces el velo de luto y quedaba cubierta de un velo blanco, como señal de
alegría, en medio del repique de las campanas.
La alegría de
la Pascua se celebraba con una comida de fiestas en la que no faltaban el
lechazo y las rosquillas y otros dulces de Pascua. Yo no lo conocí, pero,
anteriormente, en los buenos tiempos, me contaron que había baile después de
cenar, que se repetía al día siguiente, Lunes de Pascua. Este día todavía
coleaba la fiesta. No había escuela, y los chiguitos teníamos un día más de
vacación.
A través de
la liturgia de Semana Santa, el ciclo de la primavera se hacía presente. El fin
del mal tiempo daba paso a los días de luz y granazón de las cosechas. La vida,
un año más, vencía a la muerte. Estas ideas básicas del mundo pagano, tomaban
en la liturgia cristiana un sentido más hondo y definitivo, que era el que esos
días en la iglesia habíamos celebrado: Cristo, la Luz, había vencido a las
tinieblas de la muerte.
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